La pregunta ‑como las respuestas-, condensa un largo debate presente en el pensamiento y la acción sociotransformadoras desde antes de los tiempos de Marx hasta la actualidad. Pero cualquiera sea el posicionamiento político, las respuestas no pueden obviar reconceptualizar lo que significa hoy “capitalismo”, “socialismo”, “revolución social”, “toma del poder”, “¿cuál poder?”, construcción de poder “desde abajo”, “democracia”, “hegemonía”, “lucha de clases”, entre otros.
En dependencia de las respuestas, el mundo político de la izquierda del siglo XX se dividía –grosso modo‑, entre reformistas (cambios graduales) y revolucionarios (toma del poder). Eran centralmente diferencias político-ideológicas que, invisibilizadas tras una supuesta “cuestión de métodos”, planteaban –en síntesis‑ dos concepciones estratégicas:
Hacer reformas para mejorar el capitalismo (“desarrollarlo”, para lograr que maduren las premisas señaladas por Marx) [1], y luego “pasar” al socialismo (reformistas).
Hacer la revolución con un acto de ruptura ‑toma del poder‑, para luego implementar los cambios propios de la transición al socialismo dirigiendo la administración del Estado (leninismo: estatización como medio de control total del metabolismo social).
Ambas concepciones coincidían en un punto: tanto las reformas sociales como la revolución se producirían desde la superestructura político-institucional (arriba).
Marcando un punto de inflexión respecto de tal posicionamiento político-cultural, los sujetos populares que protagonizaron y protagonizan las resistencias y luchas sociales enfrentando los embates neoliberales a fines del siglo XX e inicios del siglo XXI, fueron construyendo otras respuestas a las anteriores interrogantes acerca de la transformación del poder del capital y del cambio social, incorporaron también otras preguntas y, de conjunto, germinaron una concepción integral del poder, recuperando en gran medida la mirada marxiano-gramsciana: social, económica, política y cultural.
La vieja disyuntiva reforma o revolución ‑aunque está presente transversalmente en todas las propuestas y acciones políticas de los procesos populares en el continente‑, hoy resulta insuficiente para analizarlos y aportar a los temas puestos en debate: Sujetos, poder, independencia, desarrollo, conducción política…
Resignificando el concepto marxiano de revolución social, los movimientos sociales develan otras dimensiones, aristas e intersecciones de los procesos de transformación de la sociedad capitalista encaminados a su superación civilizatoria: en vez de apostar a la desgastada y derrotada concepción de una revolución superestructural, partidista y jerárquica (desde “arriba”, propia del siglo XX), apuestan a la creación y construcción del poder popular, participativo, comunitario, a partir de su protagonismo, reconociéndose sujetos sociopolíticos del campo popular. Así, desde sus prácticas concretas, en procesos como los de Bolivia y Venezuela ha venido germinando un nuevo poder popular desde “abajo”, comunitario y comunal que, en tanto tal, es –a la vez‑ un proceso de empoderamiento (conciencia, organización, gestión…) de sus protagonistas. Lo mismo ocurre también en las luchas y construcciones de movimientos sociales en Brasil, en Uruguay, en México, en El Salvador…
La perspectiva revolucionaria de los procesos políticos populares en curso y está íntimamente ligada a la acción de los pueblos y a la posibilidad de reflexionar críticamente acerca de sus experiencias, recuperando sus luchas y empeños en crear y construir poder popular. Se trata de un poder diferente a todo lo existente-heredado, que es a la vez: destituyente del viejo Estado (Gramsci), y constituyente e instituyente de un nuevo Estado en marcha hacia una nueva civilización. En caso contrario, por mucho que se pregone la revolución, esta quedará aprisionada y anulada por las tenazas de la legalidad e institucionalidad del poder constituido‑heredado, por sus normas (el saber hacer) y por hábitos (el dejar hacer…).
Reformas hay y habrá en cualquier posicionamiento estratégico, pero ¿cómo se definen?: ¿mediante la participación protagónica de los pueblos o dictadas “desde arriba” y anunciadas luego como logros de “benefactores revolucionarios” (dádivas asistencialistas)? Al ganar las elecciones y llegar al gobierno de un país, las fuerzas progresistas o de izquierda se hallan ante la tarea de recuperar el Estado, sacarlo de la esfera neoliberal; la interrogante es: ¿Se busca que el Estado esté “al servicio del pueblo” o convertirlo en una herramienta del pueblo para transformar la sociedad y transformarse a sí mismo en ese proceso, en sujeto protagonista de su historia?
La respuesta a esta interrogante es medular. Define las tareas, los actores sociopolíticos y los horizontes en disputa de los gobiernos populares, las posibilidades de profundización de sus tendencias revolucionarias, o su anulación reformista socialdemócrata que ‑atenuada tras una retórica de cambios‑, hace que gobernantes y funcionarios públicos se limiten a cumplir las normas propias de la gobernabilidad establecida por el poder hegemónico del capital, allanando el camino hacia la restauración.
En virtud de ello, lo que constituye el parteaguas real de la respuesta a la pregunta reforma o revolución es: Si las decisiones se toman “desde arriba” (superestructuralmente) por un grupo iluminado de “vanguardia” (élite), o si se toman colectivamente convocando a la participación e iniciativa populares, informando, formando y promoviendo la autoorganización y el empoderamiento de los pueblos, estimulando procesos formativos-educativos, potenciando su voluntad de crear, construir y constituir(se) en un nuevo poder, el poder comunal, comunitario, popular, construido “desde abajo” [2].
En los procesos de cambio social abiertos por los gobiernos populares, progresistas o revolucionarios esta cualidad ha estado presente, pero no siempre con la centralidad política que estos requieren para ser irreversibles. Este desplazamiento o secundarización del eje político del protagonismo popular se tornó debilidad político-social y se expresó, por ejemplo, en el revés que obtuvo la propuesta popular-gubernamental en las elecciones, en Argentina; en la movida reaccionaria contra Dilma, en Brasil; en los resultados del referendo, en Bolivia; en la desestabilización desatada virulentamente en Venezuela ‑para solo nombrar algunos ejemplos. Voceros del poder rápidamente trataron de calificar y clasificar tales acontecimientos como propios de un “fin de ciclo” progresista en el continente; afirmando con ello la idea de que no es posible construir procesos políticos populares irreversibles, ni hacer sostenibles sus proyectos de justicia social, equidad, derechos para todos y poner fin a la exclusión: fin del hambre, del analfabetismo, de las enfermedades curables…
Simultáneamente, los voceros del poder histórico de las oligarquías introdujeron el concepto de “alternancia” como una cualidad sine qua non de las democracias. Es decir, si no hay cambio de gobierno, no hay democracia. Enfilaron directamente sus cañoneras para revertir las conquistas y logros obtenidos con los gobiernos populares, siendo, un objetivo central, para ello, poner fin a tales gobiernos: impulsando proyectos desestabilizadores, guerra económica, política, cultural y mediática; destruyendo a los principales referentes políticos, por vías de su desacreditación, esgrimiendo impedimentos jurídicos a reelecciones, o –combinadamente‑, levantando acusaciones de delitos que viabilicen la realización de golpes “suaves”, “parlamentarios” o “constitucionales”, sin descartar la eliminación física –si fuera necesario‑, de quienes consideran ‑no su adversario, como dicen, sino‑ su enemigo.
Es vital entonces, hacer una alto en el camino, aprender de lo realizado y compartir –en apretada síntesis‑, algunas reflexiones a modo de enseñanzas de este tiempo de atrevimiento colectivo de los pueblos, capaces de desafiar al poder hegemónico del capital para crear y construir sus destinos.
Me referiré aquí a un grupo de pasos diferenciados de este proceso, pero ello solo responde a los rigores de la exposición analítica, pues en la vida social no existen pasos lineales secuencialmente organizados. La conquista de un paso posibilita otro a la vez que lo define, condiciona y habilita, y viceversa… interdefiniéndose todos en la movediza realidad social, en tanto todo proceso creativo de lo nuevo es parte de otros de adecuación-transformación de lo existente. Una suerte de “todo mezclado” contradictorio con el que hay que aprender a convivir, construyendo en cada momento la dirección política colectiva en sintonía con las dinámicas de los procesos sociales y la direccionalidad del horizonte civilizatorio buscado.
De la “recuperación” del Estado a las democracias populares
Entre tantas situaciones, problemáticas y propuestas a procesar en tiempos de la arremetida revanchista restauradora, se abren paso aquellos planteamientos y prácticas políticas que centran las fortalezas de los procesos de cambios y su irreversibilidad, es decir, la continuidad de gobiernos populares revolucionarios, en la participación popular: en el gobierno, el Estado, la economía y las dimensiones político-culturales de los procesos.
Es la participación de los pueblos la que impulsa procesos de creación colectiva de lo nuevo y, a la vez, sienta las bases para la superación de lo establecido (Estado neoliberal, democracia burguesa). Sobre esa base, se van abriendo compuertas institucionales político-sociales que van transformando la característica posneoliberal inicial de los gobiernos populares hacia gobiernos de democracias populares (revolucionarias). Vale desgranar –a continuación‑, aspectos claves de esas tareas, sus tiempos político-sociales y sus actores.
►Desmontar el modelo neoliberal y recuperar el Estado como agente de acción social
Marcados por la necesidad de superar la herencia neoliberal, una tarea común –e ineludible‑ de los gobiernos populares, progresistas o revolucionarios ha sido, inicialmente, la de desmontar el andamiaje neoliberal, y buscar vías para recuperar-recomponer el Estado en virtud de ponerlo en función de políticas públicas que se hagan cargo de los derechos sociales del pueblo, en toda la diversidad en que ellos existan o se presenten. En tal sentido, en el período posneoliberal, la tendencia predominante de estos gobiernos ha sido: reconstruir al Estado como actor sociopolítico central, administrado por la fuerza política gobernante y sus funcionarios de cabecera. Esto puede reconocerse como un punto de partida ineludible, pero ¿es suficiente?, ¿es el horizonte del cambio?
En tanto el Estado-nación es ‑en el sentido gramnsciano del concepto‑, un sistema social integral, la recuperación de la centralidad del Estado como agente impulsor de políticas públicas populares se anudó con una suerte de neodesarrollismo keynesiano “de izquierda” que concentró el eje de los cambios sociales en el accionar económico–social del Estado y el gobierno. De ahí que, en ese tiempo, en la mayoría de estos procesos, la apuesta productiva predominante no estuviera encaminada a estimular la creación y desarrollo de alternativas económicas superadoras del modelo propuesto por el orden global del capital, que conminó a nuestras economías a ser proveedoras de materias primas, apostando por diversas modalidades de extractivismo y rentismo.
Cabe pensar que, tal vez, el tareísmo contingente que emergió de las coyunturas de crisis del neoliberalismo, nubló la visión de la importancia de impulsar –simultáneamente con la búsqueda de soluciones a problemas urgentes‑, procesos de creación y construcción de caminos de transformación productiva que sentaran bases para un nuevo modo de producción y reproducción en el continente, sustrato de un horizonte común sostenible de integración, diferente al del capital.
Esto quedó –de hecho‑ fuera de agenda. Y también el protagonismo popular (de movimientos indígenas, movimientos sociales, de mujeres…). Ambos factores pasaron a una dimensión secundaria, consideradas de “poco peso” ante las cuestiones urgentes “de Estado”. En algunos casos se trató de buscar el apoyo político de los movimientos populares otorgando a algunos de sus referentes determinados cargos públicos en aras de sumarlos a las tareas del momento, pero ‑en lo fundamental‑ el protagonismo popular fue desplazado y suplantarlo por el funcionariado, considerando –de hecho‑, que si el Estado es administrado por militantes revolucionarios, es –automáticamente‑ revolucionario.
Confundidos tal vez por el hecho de asumir cargos y responsabilidades hasta ahora vedados para el campo popular, algunos sectores de la izquierda gobernante olvidaron o subestimaron el origen clasista del Estado y sus tentáculos de subordinación y sujeción –por diversas vías‑, de los ciudadanos al ámbito de la hegemonía del capital y su estatus quo. Al dejar de poner esto en el centro de los debates y el quehacer político cotidiano, fomentaron un posicionamiento acrítico de los pueblos y sus organizaciones sociales respecto de los procesos gubernamentales en los que participaban. Esto evidencia que se pueden ganar elecciones, administrar el Estado y tener un gran discurso revolucionario, pero sostener ‑en la práctica‑, un programa reformista, socialdemócrata, que contribuye –quiérase o no‑, a la restauración del viejo poder.
¿Qué significa en este sentido, ser socialdemócrata?: Que se renuncia al cuestionamiento raizal del poder; que se plantea –en los hechos‑ ser la izquierda del capital y, en tanto tal, solo se proponen reformas de coloretes buscando instalar un ilusorio capitalismo “bueno”, populista, de bienestar…
Esta situación no podría calificarse, en principio, como positiva ni negativa porque:
A) Podría encaminarse a la consolidación de una opción reformista, con la esperanza de recuperar un “capitalismo de bienestar”, sin poner en cuestión el contenido y el papel de clase del Estado, ni las bases jurídicas que configuran su institucionalidad.
B) Podría convertirse en una puerta de acceso a procesos de cambios sociales profundos, reconvirtiendo al aparto estatal –a partir de anclarlo en la participación popular‑, en un instrumento político-institucional para apoyar (y promover) procesos de cambios revolucionarios protagonizados por movimientos y organizaciones sociales, apostando a transformar las bases, el carácter, los contenidos y el papel social de dicha institución e institucionalidad (proyectos de entrada) [3].
No cabe pretender que cada paso esté previamente definido y clarificado. Pero tener un horizonte clarificado es una referencia importante porque, ¿hacia dónde se encaminan los gobiernos populares luego del empeño de los primeros años de su agenda posneoliberal? ¿Tienen los pueblos posibilidades reales de construir una alternativa sostenible de justicia y derechos sociales hacia la equidad, o son solo un oasis, un paréntesis, en la historia de la dominación global del capital?
►Abrir las compuertas del Estado a la participación popular
Recuperar el papel social del Estado es apenas un primer paso en el inmenso océano de las transformaciones sociales. La más dura y contundente prueba de ello ha sido el socialismo del siglo XX. Mayor estatización que aquella resulta difícil de imaginar, sin embargo, no logró resolver temas medulares como: participación y empoderamiento popular, desalienación, liberación, plenitud humana…
Es lícito pensar entonces que fue precisamente por centrar los ejes del cambio social en el quehacer del Estado y su aparato burocrático de funcionarios, por concebir al Estado como un “actor social” central y no como una herramienta político-institucional en manos del pueblo, que aquel proyecto socialista derrapó de sus objetivos estratégicos iniciales y un grupo de burócratas, suplantando el protagonismo popular, terminó anulando al sujeto revolucionario. Y así el horizonte revolucionario terminó desdibujado, aprisionado por la lógica del poder al que –a la postre‑ tributa.
Lo que define y diferencia a una propuesta reformista restauradora de una perspectiva raizalmente democratizadora, revolucionaria, lo que posibilita tornar irreversibles los procesos de cambio, radica en la participación popular: Abrir el Estado a la participación de los movimientos sociales populares en la toma de decisiones, en la realización y la fiscalización de las políticas públicas y de todo el proceso de gestión de lo público, abriendo cauces a la pluralidad que demande y defina la diversidad de sectores y actores sociales populares participantes.
Abrir las compuertas del Estado, las políticas públicas y la gestión de lo público a la participación de los movimientos populares, indígenas, sindicales, campesinos… es también, habilitar una dimensión de articulación colectiva que posibilita a esos actores asumirse como protagonistas con derecho ‑y obligación‑ de participar en la toma de decisiones políticas que marcan el rumbo, el ritmo y la intensidad de los procesos político-sociales de cambio. En este sentido, hay yuxtaposición de tareas y procesos. Es así que, simultáneamente con las tareas propias del desmontaje neoliberal propio del tiempo posneoliberal, pueden habilitarse canales, formatos e instancias que posibiliten a los pueblos ser parte del quehacer de recuperación social del Estado o del Estado herramienta social. Esto, siempre y cuando no se conciba a la recuperación como una “vuelta atrás», algo así como recuperar un terreno (y un tiempo) que se ha perdido. Se trata de una “recuperación-ocupación” para disputar un territorio creado y ocupado históricamente por el mercado, en aras de arrancarlo de su hegemonía y transformarlo mediante la participación de los pueblos en la toma de decisiones del quehacer estatal.
Instalar e impulsar este protagonismo, raizalmente democratizador, constituye –o debería constituir‑ una de las tareas distintivas de los gobiernos populares o progresistas desde sus primeros pasos. Y marca –o marcaría‑, desde el vamos, la instalación de un camino de superación del tiempo posneoliberal hacia la construcción de democracias populares, cuya cualidad central es la participación protagónica de los pueblos. A ella se articula el control popular y la transparencia en la gestión de lo público.
La participación tiene interpretaciones diversas, pero aquí se refiere a participar en la toma de decisiones. Y ello reclama organización de la sociedad, acceso a la información, debates, conclusiones y construir procesos para la toma de decisiones colectivas. Implica una relación biunívoca, no solo recibir información y responder “Si” o “No”. No es una encuesta, aunque ciertamente las encuestas son también parte de las consultas a la ciudadanía que constituyen formas de participación. Modalidades y métodos hay muchos; lo que se busca definir acá es que se trata de una participación política popular en la toma de decisiones; un paso hacia el cogobierno y un factor esencialmente democratizador del poder.
Control popular y transparencia
Igualmente democratizador resultan el control popular y la transparencia en la gestión de lo público; ambos muy interconectados. La transparencia es fundamental para decidir qué, cómo y quiénes. Es la base para el control popular y la participación. Garantiza que la participación en la toma de decisiones siga el curso acordado –o se modifique si varían algunos factores intervinientes en el proceso‑; que la ciudadanía, particularmente la de los sectores populares, cuente con toda la información necesaria antes y durante todo el proceso; que tenga participación también en el proceso de ejecución de las decisiones.
La transparencia se da, en tales casos de hecho, como fundamento y alimento informativo en todo el proceso; sin ella es imposible decidir, ejercer instancias de control, ser parte de la ejecución. Pero además de esto, que podría considerase dentro de lo “técnico”, sobresale su alta incidencia política. No solo es democratizadora, sino que abre caminos hacia el empoderamiento popular respecto de lo público y las políticas públicas, desarmando las intrigas palaciegas y mediáticas acerca de hechos de corrupción –además de impedirla‑, de prebendas, clientelismo, etc.
No hay posibilidad de engaño cuando se tiene la información para decidir y se decide a conciencia; no hay posibilidad de que las campañas difamatorias de gobernantes tengan éxito cuando es el pueblo el que decide y gobierna conjuntamente con “sus” gobernantes elegidos. Pueden hacerse obviamente las campañas, desatarse intrigas e intentos desestabilizadores. Está claro que cada solución destapa nuevas contradicciones y abre nuevos camino para buscar defectos y huecos negros a la legitimidad popular. Pero estos se irán minimizando a partir de la propia participación popular, en un camino de empoderamiento-aprendizaje crítico respecto del poder y de construcción de la hegemonía popular.
La lucha político-ideológico-mediática, la batalla de ideas, tienen en la transparencia, la participación y el control populares un anclaje social popular clave. Las “ideas”, en este caso, no son algo etéreo “flotante”, sino certezas que emanan de las prácticas. De conjunto fortalecen la conciencia popular colectiva y construyen una coraza frente al ataque constante de los adversarios de la democracia y, particularmente, de las democracias populares con rumbos revolucionarios.
Se trata de una modalidad democrática transicional
Las democracias populares constituyen una base sociopolítica indispensable para promover el empoderamiento popular. Y son también parte de un proceso de aprendizaje colectivo, en primer lugar, encaminado a desaprender lo viejo, a superar las barreras excluyentes propias del elitismo de clase de la democracia burguesa, conviviendo con la creación de nuevas modalidades de participación, de gestión y control populares, aprendiendo lo nuevo en la misma medida que se va creando y construyendo el nuevo poder popular, la nueva democracia, el nuevo mundo… Ello no se producirá de golpe. Se requiere de procesos jurídicos que la habiliten y de procesos político-educativos de los funcionarios públicos, de los movimientos sociales, de los partidos políticos de izquierda y de la ciudadanía popular en general. En ese proceso los sujetos van cuestionando-reconceptualizando las políticas públicas, la gestión de lo público y el quehacer de los funcionarios, en función de sus realidades, identidades y modos de vida, sus cosmovisiones, sabidurías y conocimientos, y –articulado a ello‑, van redefiniendo el alcance de “lo estatal” y lo propio de “la ciudadanía”, particularmente de las ciudadanías populares.
En las experiencias concretas de construcción de poder comunal o comunitario, como las que se desarrollan en Venezuela y Bolivia, se observa lo contradictorio de los procesos vivos de cambios… Emergen en ellos soluciones y contradicciones nuevas, entre lo que el pueblo crea y aprende transformado su viejo saber hacer, y sus viejos “fantasmas” culturales; entre nuevas modalidades de representación del pueblo organizado en sus territorios y algunos funcionarios estatales y /o partidarios que ‑en vez de estimular estos procesos‑, sintiéndose tal vez amenazados por el protagonismo popular autónomo pujante, tienden a frenarlo, acorralarlo, acotarlo, subordinarlo o asfixiarlo. La disyuntiva es, en este sentido, ¿ocupar o transformar el Estado?
La tarea revolucionaria no la hacen sujetos subordinados, dependientes o prebendarios de las estructuras institucionales tradicionales, ni de los partidos políticos gobernantes y sus líderes. La realizan sujetos autónomos del campo popular: movimientos sociales, movimientos indígenas, partidos de izquierda, organizaciones territoriales, referentes de comunas y comunidades… A ellos corresponde crear, construir, sostener y profundizar otro poder, el poder popular.
Esto como parte de un macro proceso integral de transformación del Estado, entendiendo que el Estado no se reduce al “aparato estatal”, sino que es parte del sistema social en permanente movimiento e interdefiniciones. Esta interdefinición alcanza también a la rearticulación de todos los factores concurrentes. En este sentido, el tipo de interacción‑articulación marca y define también el tipo de ciudadanía, el tipo de democracia y sus horizontes.
Limitarse a hacer una buena administración abona el camino de restauración de la hegemonía del poder
La proyección revolucionaria de los gobernantes no puede evaluarse a partir de los cánones tradicionales de calidad de su gestión institucional; es política. Se relaciona directamente con sus capacidades para poner los espacios de poder en función de la transformación revolucionaria.
La tarea titánica de los gobernantes revolucionarios no consiste en sustituir al pueblo, ni en “sacar de sus cabezas” buenas leyes, mucho menos intentar demostrar que son más inteligentes que todos, que tienen razón y que, por ello, “saben gobernar”. Impulsar procesos revolucionarios desde los gobiernos pasa por hacer de estos una herramienta política revolucionaria: desarrollar la conciencia política, abrir la gestión a la participación de los movimientos indígenas, de los movimientos sociales y sindicales, de los sectores populares, construyendo mecanismos colectivos y estableciendo nuevos roles y responsabilidades para cogobernar el país.
Se trata de abrir las puertas del gobierno y el Estado a la participación de las mayorías populares en la toma de decisiones, en la ejecución de las mismas y en el control de los resultados, para construir colectivamente un nuevo tipo de institucionalidad, de legalidad y legitimidad, conjuntamente con procesos de articulación y constitución del pueblo en sujeto político. De ahí el papel central de las asambleas constituyentes en estos procesos (en cada momento en que sea necesario).
Las asambleas constituyentes son una herramienta indispensable de los pueblos
En este sentido, vale destacar que en los procesos de Venezuela y Bolivia, entre las primeras decisiones políticas gubernamentales, estuvo la convocatoria y realización de asambleas constituyentes. Son síntomas que indican voluntad de trasgresión del stablishment y definen el arribo de un tiempo de democracias populares.
Cada momento-dimensión-acción de profundización de las transformaciones raizales de un proceso revolucionario genera y generará nuevas articulaciones e interdefiniciones sociales que reclaman y reclamarán nuevas bases constitucionales, nuevas asambleas constituyentes, o el nuevo poder que va siendo creado y construido irá quedando en los márgenes del poder instituido (funcional al capital).
Sin asambleas constituyentes poco puede modificarse de modo sostenible, pero su sola realización resulta insuficiente; necesitan estar articuladas con procesos de cambios raizales en curso, legalizando las creaciones y construcciones populares preexistentes y las nuevas, afianzando lo hecho y orientando el camino hacia un horizonte superador; es decir, abriendo paso a las transformaciones en curso que los pueblos van sedimentando día a día desde abajo, en sus comunas y consejos comunales, con su organización autónoma territorial y sus parlamentos; en las fábricas recuperadas; en las empresas con control obrero; en las comunidades indígenas con sus históricas modalidades democráticas (no modernas) de existencia y funcionamiento; etcétera.
Es en el proceso de las fuerzas sociales vivas, en movimiento, con todas sus contradicciones, donde toma cuerpo la pulseada con el poder: el histórico concentrado en sus personificaciones e instituciones, y el que sobrevive en las mentalidades colectivas producto de siglos de colonización y dependencia cultural.
Salir de ese cerco, proponerse crear y construir modalidades y caminos diferentes en rumbo hacia una nueva civilización, es lo que da cuerpo –en apretadísima síntesis‑, a procesos de descolonización. Esta es parte –intrínseca‑ del proceso de cambio revolucionario que aspira a superar, a salir, de las redes de la hegemonía milenaria de mercado y el capital (en lo económico, político, cultural, social, identitario…), construyendo un modo de vida nuevo, basado en el buen vivir y convivir para la plenitud humana.
De la participación en las instituciones al empoderamiento popular territorial
El empoderamiento de los pueblos constituye el tercer signo, factor o componente, que indica la existencia de un proceso revolucionario encaminado a fortalecer las democracias populares (segundo signo), a la vez que va sembrando, buscando y abriendo caminos que posibiliten ir mas allá de la administración del viejo Estado o de la participación del pueblo en las instituciones existentes, creando nuevas institucionalidades y afianzando el nuevo poder popular que va siendo creado y construido desde abajo [4]. En estos procesos los pueblos desarrollan sus capacidades de gestión y administración de lo propio (autogobernarse).
Aprendiendo de sus prácticas y en sus prácticas van construyendo poder propio y lo van ejerciendo. Es decir, hay una dialéctica permanente entre construir, ejercer y apropiarse del poder [5]. Es una vía concreta de empoderamiento [6] creciente de los diversos actores sociopolíticos –reflexión crítica de su realidad mediante‑, respecto del curso y los destinos de sus vidas. Sus lógicas marchas y contramarchas e van conformando una interdialéctica constante entre nuevo poder popular construido, el nuevo poder popular ejercido conscientemente (empoderamiento) y el nuevo poder popular en desarrollo. Por ello afirmo que se toma (apropia) lo que se construye. Porque hacer una revolución no significa “tomar el poder” que existe, salvo que se pretenda seguir sus reglas.
“Dar vuelta la tortilla” no es el camino…
El poder de lo nuevo que emerge, el poder popular revolucionario, no es el resultado de un acto de “toma del poder” del capital, que expulsa a los capitalistas de las empresas y a sus representantes en el Estado, para colocar en su lugar a funcionarios revolucionarios. “Dar vuelta la tortilla” no resuelve los problemas, por el contrario, garantiza la continuidad del dominio de la lógica del capital enmascarada tras nuevas fachadas políticas.
Formar una nueva cultura, crear y construir una nueva civilización, anclada en los modos de vida comunitario y comunal autogestionarios, implica no solo luchar contra el capitalismo anterior, contra los rezagos y lastres del pasado, sino también dar cuenta de la influencia del capitalismo contemporáneo y sus modos de acción mundialmente contaminantes y contagiosos, así como también de las enseñanzas de las experiencias socialistas del siglo XX.
La construcción de hombres y mujeres nuevos, la construcción de una nueva civilización, de un nuevo modo de vida (humanidad-naturaleza), es –a la vez que un empeño local‑ parte de un proceso transformador universal, que tiene su centro en la conformación de un sujeto revolucionario global, expresión de una humanidad que –conscientemente‑, quiera vivir de un modo diferente al hasta ahora creado e impuesto por el capital, y se decida a construirlo y sostenerlo.
En las comunidades indígenas originarias o indígenas campesinas de Bolivia, por ejemplo, el empoderamiento comunitario, histórico, se ha desarrollado y consolidado al fragor de las luchas para poner fina a las relaciones excluyentes del poder del capital propio de la modernidad [7]. Estas comunidades tienen identidad, cultura, modo de vida, modalidades productivas, sabiduría, saberes, pensamiento, historia, cosmovisión y cosmopercepción propias, que sobrevivieron a la avalancha de la modernidad llegada con la colonia ‑conquista, crimen, exclusión y colonización mediante‑. Tienen formas, que pueden denominarse democráticas para facilitar la comprensión, pero que en realidad son formas comunitarias de convivencia colectiva, ancladas en la consulta, la toma de decisiones horizontal (en el sentido que se decide en común), y la sistemática devolución a la población por parte de las autoridades de turno. La rotatividad de los cargos, por ejemplo, garantiza la preparación de la mayoría para ejercer funciones de organización y conducción de la comunidad. Tal vez fue por una necesidad de sobrevivencia, pero lo cierto es que la rotación en los cargos de responsabilidades, que en la sociedad contemporánea resulta traumática, en las comunidades indígenas es parte del proceso natural de la vida.
Aisladas de las dinámicas centrales del poder dominante hegemónico, las formas “democráticas” comunitarias de organización y convivencia, el modo de vida de las comunidades, no representaban una “amenaza” al poder constituido. Pero, ¿qué ocurre cuando los pueblos de las comunidades se constituyen en gobierno o en parte de un gobierno que los representa, que los reconoce y promueve el reconocimiento político, económico y cultural de la diversidad que estas comunidades representan, que reconoce su justicia comunitaria, los códigos de convivencia y todo lo que ellas representan como baluarte civilizatorio?
La asamblea constituyente, reconoció 36 nacionalidades indígenas originarias. No tiene caso ahora entrar en que si realmente son 36, si son más o son menos, lo central es que a partir de entonces Bolivia se reconoce como un Estado Plurinacional.
La plurinacionalidad es, desde los cimientos, un reto al poder uninacional y monocultural implantado a sangre y fuego por la colonia todos los órdenes de la vida social, particularmente, en las subjetividades. Su reconocimiento político, jurídico, económico y cultural implica la apertura de un tiempo en el que se visibiliza la pugna de poderes históricamente invisibilizados por el abigarramiento social, como definió sobresalientemente Zabaleta Mercado. Ese abigarramiento permitía disimular capas geológicas sociales y mostraba engañosamente una Bolivia única, pero en tiempos de crisis esas capas afloraban y la desigualdad se manifestaba en toda su diversidad, plenitud y contradicciones.
La pulseada con el poder se da en todos los órdenes, en todas las dimensiones
El tiempo de cambios revolucionario es –por excelencia‑ un tiempo de debate entre los poderes constituidos del capital y el nuevo poder popular naciente, instituyente. Ahora bien, ¿qué significa esta afirmación para la acción política?
Que las contradicciones pululan. No solo entre los polos sociales históricamente enfrentados (pueblo-oligarquía), sino también en el seno de la multiplicidad de sectores y actores sociales que componen la diversidad del pueblo. Esta diversidad, es también cultural, identitaria, económica, de modos de vida… y se expresa en las percepciones, el diagnóstico, las propuestas, creaciones y construcciones.
¿Cómo imaginar, por ejemplo, que en la nueva situación política que viven los pueblos de Bolivia, que pone en cuestión (crisis) los valores hasta hace poco considerados universales y reconoce el poder (saberes, normas de convivencia, culturas, identidades…), de aquellos /as a los/as que siempre les fue negado, no acarreará roces, disputas y hasta batallas encarnizadas –aunque sordas‑ por conservar el predominio y uso exclusivo del poder y el saber ‑de una parte-, y –por otra‑, para visibilizar, afianzar y ampliar el poder ancestral ahora amplificado hacia un poder compartido en convivencia con múltiples culturas e identidades, que pretende llegar a ser intercultural?
Se trata de una interculturalidad anudada con procesos de descolonización para la construcción de un horizonte común que contribuya a organizar y traccionar las luchas hacia la convergencia colectiva de un objetivo estratégico compartido (conducción sociopolítica y cultural de las luchas).
La descolonización intercultural articulada con la batalla político-cultural devienen en cualidad constituta del núcleo central de los procesos de cambio sociales y creación del nuevo poder popular. En virtud de ello, Bolivia ha definido a su proceso revolucionario como “democrático intercultural en descolonización”. En Venezuela, ello es parte de lo que el Presidente Hugo Chávez conceptualizó como “socialismo del siglo 21”.
La descolonización es un enfoque, una perspectiva, un posicionamiento colectivo omnipresente. No se propone como revancha contra los conquistadores europeos, ni contra los “blancos” aunque, ciertamente, estos sectores son los que mayores beneficios han extraído de los estados monoculturales.
Habrá intensidades diferentes en los procesos descolonizadores, de ahí que la interculturalidad caracteriza, atraviesa y alimenta el proceso. Pero no basta con enunciarla; ella misma está bajo la égida de la colonización del capital y sus modalidades de existencia y por tanto es parte también de la descolonización. Alejándose de cualquier intento fundamentalista al respecto, la propuesta de descolonización e interculturalidad se enriquece y se retroalimenta en todo momento histórico a partir de las experiencias y proyecciones de los sujetos propios de cada tiempo, interactuando mutuamente para abrir nuevos horizontes a los actores sociales que protagonizan el proceso vivo de cambios raizales.
Del empoderamiento popular a un nuevo tipo de Estado, comunal o comunitario
El poder popular que germina en los territorios, en las comunas, en las comunidades indígenas, campesinas, urbanas, en los sindicatos de nuevo tipo, en las empresas recuperadas… es la base de la existencia y posibilidad de constituir otra geometría del poder. Ese poder que, en el caso de las democracias populares, nace de ciertos ámbitos de cogobierno, pero ‑poco a poco o a saltos‑, va asumiendo autónomamente responsabilidades de autogobierno en sus territorios, modificando las tradicionales funciones de “lo estatal” nacional, a la vez que va constituyendo las bases de una nueva institucionalidad anclada en el poder popular. Este sería el signo característico de las democracias revolucionarias.
En arduo tránsito hacia ella se encuentra hoy, por ejemplo, el proceso bolivariano de Venezuela, donde el pueblo ha venido creando y construyendo –con el impulso inicial de las ideas y el apoyo institucional y moral del Presidente Hugo Chávez‑, las bases del nuevo poder popular, el poder comunal (rural y urbano).
La construcción de nuevas relaciones de poder, en el caso de las comunas bolivarianas, son las simientes de un nuevo poder popular en proceso estratégico instituyente de un nuevo Estado, el Estado Comunal. Esto replantea las relaciones preexistentes establecidas con el Estado instituido y sus aparatos estaduales, municipales, etc. Se replantean también las relaciones con otras personificaciones políticas, ya que el crecimiento del poder popular territorial reclama relaciones de horizontalidad en la toma de decisiones que hacen a su vida en las comunas y consejos comunales y esto genera resistencias en algunos sectores del funcionariado estatal, provincial (estadual), departamental, incluso en las filas del partido gobernante en algunas instancias de su representación en los ámbitos territoriales. La lucha de poderes en el seno del pueblo entre lo nuevo que germina y crece y remueve a su vez las anquilosadas estructuras de lo viejo que se resiste a ser desplazado, se hace evidente.
Nacen nuevas contradicciones entre poderes y se plantean encarnizadas disputas entro lo viejo y lo nuevo. Esto, lejos de ser una debilidad es un signo de vitalidad revolucionaria de los procesos de cambio y sus sujetos. Es parte de una batalla política, ideológica y cultural entre poderes en pugna. De ahí que, apoyar los procesos de empoderamiento popular que germinan desde abajo está –o debería estar‑ entre las tareas políticas de quienes se posicionan como conducción política de los procesos revolucionarios: no sustituir al pueblo organizado, sino convocarlo y escucharlo, apoyar sus iniciativas para construir el presente y el futuro conjuntamente, contribuyendo a consolidar y potenciar el protagonismo y empoderamiento creciente de los pueblos.
No se trata de un camino gradualista…
Al abordar este nudo problémico he recorrido varias dimensiones de la relación Estado-participación ciudadana-empoderamiento popular. Para ello he seguido un orden lógico expositivo que podría sugerir que se asume una perspectiva lineal-gradualista: primero un paso, luego el otro… Pero no es así; al contrario. Se trata de una secuencia interarticulada y yuxtapuesta de procesos y factores concurrentes que hace que cada uno de ellos sea posible por ‑y en‑ su interacción con otros. Se puede distinguir analíticamente tal vez un tiempo de inicio, pero en realidad todos los signos que caracterizan uno u otro momento del proceso, se auto-gestan uno en el otro, potenciándose entre sí. Es así como algunas de sus características que, en un inicio, parecían secundarias o intrascendentes van adquiriendo predominio ‑entre contradicciones, tiranteces y dudas‑, y van alterado su relevancia, su centralidad… aunque sin desaparecer.
Notas:
[1] Ver: Rauber Isabel (2012). Revoluciones desde abajo. Gobiernos populares y cambio social en Latinoamérica. Ediciones Continente-Peña Lillo, Buenos Aires; pp. 56-62.
[2] Desde abajo=desde la raíz. Reitero el significado de este concepto dada la difundida interpretación vulgar que lo simplifica e identifica con un indicativo de lugar: “lo que está abajo” y, consiguientemente, lo contrapone a “lo que está arriba”. La construcción de poder popular desde abajo expresa una lógica de transformación raizal protagonizada por los sujetos sociopolíticos del campo popular en proceso histórico social de reconstrucción de su poder y no un lugar para hacerlo.
[3] Ver: Isabel Rauber (2006). Sujetos Políticos. Ediciones Desde Abajo, Bogotá; pp. 101-106.
[4] Estos signos, entre otros, no constituyen pasos ni etapas; son parte de procesos continuos y yuxtapuestos de empoderamiento popular que se van abriendo cauces en el contradictorio y sinuoso proceso de luchas contra el orden establecido y la creación-construcción de un nuevo orden social.
[5] Esto fortalece la toma de conciencia acerca de que la capacidad de poder es inherente al ser humano para luchar por su vida, y acerca del poder (propio) construido.
[6] Apropiación consciente, con sentido de pertenencia.
[7] Las categorías de modernidad, lo moderno, premoderno o posmoderno, útiles en el plano analítico, no suponen la existencia de compartimentos estancos entre actores sociales diversos. Todos interactúan y se interrelacionan; llevan siglos conviviendo bajo el dominio del capital y su lógica de mercado y todos, en diferentes intensidades, magnitudes, etc., han sido permeados por su hegemonía y su lógica.
Este texto es parte de un libro actualmente en proceso editorial.
* Doctora en Filosofía. Directora de la Revista “Pasado y Presente XXI”; escritora. Profesora adjunta de la facultad de Filosofía de la Universidad de La Habana.